Verde, que te quiero, verde
Verde verderol / ¡endulza la puesta del sol!
Juan Ramón Jimenez
1.
Fue en Agosto. Este texto empezó a escribirse en Agosto, más exactamente un 8 de Agosto de 2018. Fue una noche en que, de tanto caminar bajo la lluvia, el pañuelo verde al cuello aparentó “desverdarse” –sólo aparentó-. Luego faltaron otros verdes –esos que los pobres nunca ven, y los millonarios que tampoco, que sólo con toquetear pantallitas los multiplican a sus verdes-, y verde que distrae a otro verde y así, distraído, olvidé de contarles de esa noche.
Pero así son ciertos textos, mueren, nacen y vuelven a nacer, cual vidita misma, mismísima. Aquí estamos pues…
Caminé un montonazo esa noche. Desde el Abasto hasta el Congreso, y vuelta para acá y para allá, y no parar que si no me congelaba hasta que, pasado por agua, hubo un momento en que lloré. Yo lo ví. Es bastante absurdo intentar explicar una foto -mucho más una que sólo está en mi mente-, pero les puedo asegurar que lo ví, es el mundo que se viene. No sé si fue caminando por Rodriguez Peña o Montevideo, pero ahí estaba la murga La Chilinga. Estaban las pibas al frente, a la vanguardia, dale que dale a los tambores, y los varones en tercera y cuarta fila, aguantando y dale que dale, pum pum y pam pam -el goce como derecho humano fundamental, diría el Senador Pino Solanas-.
Es el mundo que se viene, o nos quedamos sin mundo. O dejamos las pavadas del “a ver quien la tiene más larga” y nos volvemos todos, todas y todes un poquitín más femeninos, o desaparecemos como especie. ¿O acaso el planeta tolera mucho tiempo más estas cosas del macho “guapo y me la banco” –que, dicho sea de paso, los guapos se acabaron cuando se inventó la pólvora- ?
Las huevadas del “a ver quien la tiene más larga” pueden ser un juego pavo de adolescentes o, también, de mentes que adolescen de toda noción de lo que es un humano y una humana –casualmente, algunas de estas mentes llegan a ser gobernantes-. La batalla, la verdadera y pura batalla en que se pone en juego nuestra supervivencia como especie, es entre abrazos y pistolas. Las pistolas son del macho –o las machas, como algunas ministras de estas tierras- y los abrazos son los que, más temprano que tarde, nos van a enseñar que ni siquiera se trata de una batalla, sino tan solo de abrazar y abrazarse, a los otros y a uno mismo.
Las pistolas –oh, casualidad- se le parecen al genital masculino y los abrazos –oh, casualidad-, son el arma que usaron las pibas para acompañar y rodearla a Thelma en su pública denuncia. El abrazo, arma poderosa, es lo que le permitió a Thelma sacarse de encima sus miedos y trasmutarlos en este movimiento de nuestro inconsciente colectivo. Al fin y al cabo, psicópatas hay y van a seguir existiendo mientras dure nuestra enfermedad humana, pero están cambiando las condiciones por las cuales una piba puede hablar y ya no soportar el miedo atragantado durante tantos años.
Y a medida que vayamos sanando nuestro inconsciente colectivo, abracemos y nos abracemos más, el psicópata será una cosa cada vez más chiquita y menos riesgosa para el resto de los seres. Y ni siquiera importa lo que decidan la justicia de los hombres o los planos universales, si, como decía Foucault, las cárceles y los manicomios son algo así como eso que necesitamos las personas que nos consideramos “normales” para corroborar nuestra “normalidad”. Entonces, de lo que se trata, es de mover de lugar eso que consideramos “normal” a fuerza de abrazos, amor, empatía con el otro.
Porque es miedo o es amor y no hay tanta cosa en el medio. Chespirito, en una entrevista, alguna vez dijo que “Heroe es el Chapulín; antihéroes son Supermán y todos los demás... si Supermán es capaz de detener el vuelo en el espacio de un asteroide que va a chocar con la Tierra, no es un héroe. Quien puede hacer eso puede hacer lo que quiera, puede enfrentarse al problema físico que quiera. Ese no es un héroe. Es una caricatura de un ser inexistente e imposible. El Chapulín, en cambio, es un ser humano que enfrenta todas las crisis, incluyendo el más humano de todos los problemas: el miedo. El Chapulín siente un temor enorme, pavor a todo, pero lo vence. ¡Derrota su miedo y ahí se convierte en héroe! No es héroe el que carece de miedo. Lo es quien lo siente, lo enfrenta y lo supera. El Chapulín no se enfrenta a alguien que quiere destruir el mundo, sino que ayuda a la señora del hogar, que no tiene quien la auxilie, a lavar los trastos, a limpiar la casa. En ocasiones, tiene que enfrentarse a poderes muy grandes y lo hace, pero no siempre gana, porque los seres humanos a veces ganan y a veces pierden."
Esos son mis héroes de este lío, quienes como el Chapulín, como Thelma, se enfrentan a sus miedos, y a veces ganan, a veces pierden. Lo “normal”, para los varones, hasta ahora viene siendo lo otro, ser “guapo y me la banco” –un ser inexistente e imposible-, pero eso es asunto del próximo capítulo…
2.
Los varones tenemos la “ventaja” de nuestra fuerza física. El malfuncionamiento del mundo, parte de la enfermedad de nuestra cultura, es que uno de los ejes centrales que organiza nuestra vida en sociedad es la fuerza física –o su reflejo, que una cosa son las piñas y otra señores apretando botoncitos para nuevas guerras-.
Un día, charlando con mi amiga Luciana sobre “no es no”, le decía que hay algo que me cuesta comprender sobre la condición humana. Porque los perros, los gatos, se revientan a golpes entre ellos yendo atrás de una perra, una gata. Luciana, con esa sabiduría típica de las mujeres que saben del universo y los cielos, me dice que sí, claro, pero van tras de la perra, la gata, sólo cuando está en celo. Es decir, cuando la perra, la gata, da una señal, hace los gestos de que desea. Hay entonces deseo, mutuo, en el encuentro entre el macho que desea “ponerla” y la hembra que lo habilita, que también tiene ganas –vale decir también que, el perro y la perra, a diferencia del humano, son parejos en su fuerza física-.
Es decir, a semejanza del perro y el gato, el deseo de “ponerla” se puede decir que es “natural” al macho, pero el extravío de nuestra cultura está en nuestra incapacidad de percibir el deseo ajeno, entender la mera existencia de otro, que no es una cosa, sino alguien.
Volver a la escucha, a la experiencia sensible, sensorial, es lo único que puede salvarnos como especie. Es decir, ser más femeninos. Las energías femeninas y masculinas, todos y todas las tenemos. La enfermedad de nuestra cultura está en que a los varones nos cuesta horrores hacernos cargo de nuestro costado femenino, y las mujeres que están aprendiendo como lidiar con su costado masculino.
Tan enfermos como especie, tan extraviados estamos, que a los hombres nos resulta difícil aceptar que las mujeres luchan, y a las mujeres por momentos se le confunde la cosa y actúan como “machas” y poco menos que olvidan que hoy es lucha para que deje de ser lucha, para que nos encontremos, abracemos.
Abrazar y abrazarse, abrazar y abrazarse…
3.
Claro está que por nombrar al abrazo no es que de pronto uno ya está abrazándose con el de al lado y que las guerras se terminan y somos todos felices y comemos perdices –que dicho sea de paso, hay algo extraño en que la felicidad dependa del disparo a una perdiz -. Pero hay que insistir, nombrar y nombrar al abrazo, dedicarle libros enteros si hace falta.
Ya lo hizo Eduardo Galeano, varón, con su “libro de los abrazos”. Escribió Galeano en ese libro que abraza:
“Para qué escribe uno, si no es para juntar sus pedazos? Desde que entramos en la escuela o la iglesia, la educación nos descuartiza: nos enseña a divorciar el alma del cuerpo y la razón del corazón. Sabios doctores de Ética y Moral han de ser los pescadores de la costa colombiana, que inventaron la palabra sentipensante para definir el lenguaje que dice la verdad.”
Esa misma noche en que lloré al visualizar la foto caminando por Rodriguez Peña o Montevideo -no recuerdo-, hubo también otra foto, que también está grabada en mi mente y la de tantos otros. Es la foto de las corbatas en el “honorable” Senado de la Nación. El senado argentino debe ser de los lugares del país donde hay más alta tasa de corbatas per cápita. La palabra “corbata” viene del italiano “crovatta”, que a su vez proviene del francés “cravate”, “propio de Croacia. Al parecer, en épocas de la Revolución Francesa, los franceses –tan elegantes ellos- copiaron a los soldados croatas, que tenían por costumbre utilizar una tela anudada al cuello como distintivo.
Según cuenta la tradición oral, las mujeres croatas le daban a los varones que iban a la guerra un pañuelo, una especie de amuleto, un escudo de protección. Las mujeres con el gesto femenino, de protección, entrega, y los varones sin poder escaparle a las trampas de su masculinidad normalizada, entregados a una guerra más entre las tantas de la historia de la humanidad.
Luego la corbata se transformó en lo que venía siendo hasta el siglo pasado –y que aún resiste en ciertos ámbitos-, un símbolo de masculinidad, de poder. Del ser “macho”, importante, solemne. Los descamisados no usan corbata, y las mujeres tampoco. La corbata, en su diseño actual que bien puede asimilarse a un símbolo fálico, impone una distancia entre quien la usa y los otros.
Esa distancia, dificulta el pensamiento empático, “sentipensante” al decir de Galeano. No pretendo decir con esto que quien utiliza una corbata no pueda desarrollar pensamiento empático –este texto, como cualquier otro, es reduccionista-, sino que ciertas costumbres que tenemos naturalizadas, puede que representen una dificultad para el abrazo entre nosotros los humanos.
Porque a mi humilde entender, la propuesta de quienes rechazaron el proyecto de ley de “interrupción voluntaria del embarazo” esa noche de Agosto y propusieron imponer a cambio la modificación de un par de artículos del código penal –ahora parece que ni eso-, ampliando los causales de despenalización de aborto no punible, es incompleta y poco empática. Incompleta porque no soluciona el problema, los abortos clandestinos van a seguir existiendo, y poco empática porque no permite, desde el estado-nación, el abrazo, la escucha hacia todas esas mujeres que deciden interrumpir su embarazo.
El código penal, creo yo, debería aparecer cuando todo lo demás ha fracasado, porque si tiene que existir un estado –a los humanos nos vienen costando otros modos de organización-, si no hay otra que organizarnos como comunidad a través de los “estados-nación”, pues entonces procuremos la construcción de un estado que tome lo mejor de nosotros los humanos, y no lo peor. Es decir, más escucha y menos castigo. “El que esté libre de pecados que arroje la primera piedra”, diría Jesús.
Lo que están pidiendo las pibas, bailando, saltando, pintarrajeadas con brillantina -¿glitter se le dice?-, es que las escuchen, las veamos. Nos están pidiendo a gritos que dejemos la solemnidad de las corbatas y volvamos al gesto originario de una tela al cuello que abraza, protege. Nos están recordando también que hay veces que sí, que la fuerza física es necesaria y por eso los pibes ahí, en tercera y cuarta fila, protegiendo al modo masculino, con las pibas al frente pum pum y pam pam -el goce como derecho humano fundamental-.
También nos están pidiendo que volvamos a escuchar el grito de aquellos soldados franceses que usaban “cravate”: Liberté, Igualité, Fraternité. Que hagamos una escucha atenta, empática del grito y no nos entrampemos en tantas tradiciones políticas que se han pasado siglos guerreando en nombre de libertades e igualdades, y tan poco han actuado en pos de la fraternidad humana.
Fraternidad, según el diccionario: nombre femenino, Afecto y confianza propia de hermanos o de personas que se tratan como hermanos.
Hermanas, yo les creo. Será por la noche en que escuché a A en la intimidad contar de cuando un primo la había abusado cuando ella tenía diez años y que en ese momento no la escucharon, y que recién a sus treinta años estaba buscándole la vuelta para procesar tanto silencio. O cuando también en la intimidad, B me contó que tuvo que sacar a su ex pareja de la casa con la policía, que tardó un año en darle entidad a lo que le contaba su hija de catorce años, que su padrastro la abusaba.
O por la noche en que nos conocimos con C y me cuenta que venía de pasar por la experiencia del aborto con su anterior pareja. O esa tarde de Sábado en qué, en un espacio terapéutico grupal me tocó ser el único varón entre catorce mujeres, diez de las cuales contaron diversas experiencias traumáticas de abusos y violaciones. O cuando me tocó estar en despedidas de solteros y sentirme muy incómodo con el trato a trabajadoras sexuales, pero sin la valentía para irme o gritar fuerte que así no se trata a una persona. O por la emoción de saber que mi amiga D la está acompañando muy cerca a T en su denuncia pública que está moviendo este despertar de conciencia. O por las enseñanzas de mamá, papá y hermana que me educaron con el ejemplo, en un hogar donde el respeto a la mujer no es una cuestión, simplemente es. O porque soy persona nomás.
Hermanas, yo les creo, y ahí vamos, en la lucha para que deje de haber tanta lucha. Amén –y sin acento también-.
Andrés Lewin