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La lluvia fuerte



Sucedió en un tiempo en que el mundo giraba lento. Nicolás se levantaba todos los días temprano para ir al colegio. Porque aunque el mundo giraba lento, igual había que ir al colegio. La mamá lo despertaba, le daba un beso, Nicolás se lavaba los dientes, se vestía y caminaba siete cuadras hasta llegar a la escuela.


Antes de entrar, miraba hacia arriba y saludaba al sol, era una costumbre que le había enseñado el abuelo Roberto. Ese día, por primera vez, el sol le respondió


—Buen día sol, ¿cómo estás?

—Bien, todo bien. Un poco estresado, toda la semana las nubes no me dejaban hacer mis cosas, pero hoy estoy más tranquilo. Descansando un poco, observando como el planeta de ustedes gira tan lento. Es muy divertido mirarlos.


Nicolás giró la cabeza hacia un costado, al otro, pero no, no había nadie, ningún amigo que le esté haciendo algún chiste.


—Sol, ¿de verdad sos vos el que me está contestando? —preguntó Nicolás.

—Claro, Nico. ¿No te enseñó tu mamá que hay ciertas cosas con las que no se hacen bromas?

—Sí, pero me resulta muy extraño, nunca me pasó de escucharle la voz al sol. Es más, no sabía que tenía voz.

—Yo siempre estoy hablando, lo que pasa es que son pocos los que tienen la capacidad de escucharme.


Nicolás volvió a mirar a todos lados, y no, no había nadie, debía ser cierto que era el sol el que hablaba.


—¿Y por qué a mí? ¿Por qué soy yo el que te está escuchando y no otra persona?

—Vos sos bueno conmigo, todos los días me estás saludando. Pero no es recomendable hacer tantas preguntas.


De pronto una nube, dos, tres, cien.


—Y ahora solcito, ¿me vas a seguir hablando?

—Claro, con los amigos en las buenas y en las malas.


En pocos minutos, ya no eran cien nubes, eran miles. Empezó a oscurecer, el sol ya ni se veía.


—Sol, ¿estás?

—Por supuesto.


Miles y miles de nubes, cada vez más oscuras, hasta que sucedió lo inevitable: la lluvia. No era una lluvia más, era la lluvia más fuerte de toda la vida de Nicolás. Los árboles caían, los pájaros huían, al colegio se le volaban el techo y las paredes. Pero Nicolás estaba seco, ni una gota.


—Sol, ¿seguís ahí?

—Sí, claro. Adentro tuyo.


En el tiempo en que el mundo giraba lento, pasaban cosas muy raras.


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