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Vení, vení, canta conmigo



A unos trescientos o cuatrocientos metros de la Pirámide me incliné, tomé un puñado de arena, lo dejé caer silenciosamente un poco más lejos y dije en voz baja: Estoy modificando el Sahara. El hecho era mínimo, pero las no ingeniosas palabras eran exactas y pensé que había sido necesaria toda mi vida para que yo pudiera decirlas.

El desierto, Jorge Luis Borges, libro Atlas (1984)



Yo no sé a cuantos metros del estadio Lusail de Qatar está el desierto, ni siquiera sé si en el lugar donde está el mismísimo estadio Lusail hubo desierto alguna vez, lo que sí sé es preguntarme, y me pregunto, ¿Lionel Messi ha modificado el desierto? ¿Cuál es la distancia entre lo mínimo y lo enorme?


Y siguen las preguntas, ¿pesan lo mismo un kilo de arena que un kilo de piedras o, dicho de otro modo, es el mismo el peso de un kilo de Messi que un kilo de doña Rosa, la verdulera de cerca de casa?


Lionel Messi, el del cuerpo físico, terrenal, todos los días va al baño y hace caquita, igual que cada uno de nosotros. Un kilo de Messi aparenta tener el mismo peso que el kilo de doña Rosa, o el mío, o el suyo, estimado lector. Octavio Paz alguna vez escribió que “no sin justificado asombro los niños descubren un día que un kilo de piedras pesa lo mismo que un kilo de plumas. Les cuesta trabajo reducir piedras y plumas a la abstracción kilo. Se dan cuenta de que piedras y plumas han abandonado su manera propia de ser (…) La operación unificadora de la ciencia las mutila y empobrece.”


Todo esto para decir que este texto no es científico, no se propone una verdad, tan sólo mantenernos por un rato flotando entre preguntas porque, si no es la ciencia la que tiene algo para decir de la diferencia entre el kilo de Messi y el kilo de doña Rosa, entonces, ¿quién podrá ayudarnos, chapulines?


Digo, una diferencia hay, porque Messi es remera en muchos muchísimos de los niños que hoy habitan esta parte del planeta que llamamos Argentina, y doña Rosa no lo es. Y no me refiero a las habilidades en el dominio de la pierna izquierda, o la derecha, y ni siquiera pienso en los sueños del niño Lionel, tan parecidos a los míos y de tantos otros seres que habitan estas tierras: jugar un mundial y ganarlo. Sospecho que la diferencia entre un kilo de Messi y doña Rosa tiene que ver con eso otro que, a los que nos gusta la literatura nombramos como poesía, y en el lejano oriente le dicen Tao, aunque “el Tao que puede ser expresado no es el verdadero Tao. El nombre que se le puede dar no es su verdadero nombre”.


Esa cosa grande, misteriosa, ese gran hilado que todo lo une y no puede ser nombrado de tan cosa grande que es, quizás, y sólo quizás, podemos suponer que se compone de algunas palabras como coraje, comunidad, belleza, juego, alegría.


Coraje, en el sentido que lo decía Goethe: “Hasta que uno se compromete, hay vacilación, la posibilidad de volverse atrás, y siempre ineficacia. En el momento en que uno se compromete definitivamente, también la providencia se moviliza. Todo aquello que puedas hacer, o que sueñes que puedes hacer, comiénzalo. El coraje encierra en sí el genio, el poder y la magia. ¡Empieza ya!”


Comunidad, al decir de Rudolf Steiner: “las personas que trabajan juntas en una fraternidad son magos, porque atraen seres superiores a su círculo. Cuando uno trabaja en comunidad a partir del amor fraternal, seres superiores efectivamente se manifiestan. Luego, al hablar o actuar como miembros de tal comunidad, no es el humano individual que actúa o habla en nosotros, sino el espíritu de la comunidad”.


Comunidad, fraternidad, ad, ad, vai, vai, y por aquí parece que vai la cosa, si ya hace siglos los franceses, subcampeones del mundo, dijeron eso de “libertad, igualdad, fraternidad”, y las banderas tantas del mundo humano gritando “libertad”, y las banderas tantas del mundo humano gritando “igualdad” -banderas en tu corazón-, ¿y la “fraternidad”? ¿se han creado partidos políticos en nombre de la fraternidad? ¿han habido guerras humanas en nombre del abrazo entre hermanos?


El fútbol, deporte competitivo, por momentos simula ser como la guerra, dos bandos enfrentados, pero es otra la cosa, es juego, abrazos de gol, abrazos entre personas que habitan las mismas tierras y de pronto se cruzan en las calles porque unos muchachines allá lejos hicieron un gol, o incluso el abrazo entre doña Rosa y don Ricardo, el señor de la otra cuadra que mañana va a comprarle de fiado, porque hoy no se fía pero mañana sí.


Y también la belleza, por supuesto, ¿o que es Lionel Messi con la pelota adentro de los pies sino sentido de belleza, arte en estado puro? ¿y que era ese otro artista grande del juego de pelota –que no se mancha, nunca-, de nombre Diego y apellido Maradona?


Y aquí aparece esa gran enfermedad humana, esa terca necesidad de la lucha, la pelea, el ojo por ojo y el diente por diente, y si Diego o Lionel y quien fue mejor, y si uno sí el otro no, como si las mentes humanas fueran ya incapaces de contemplar, de maravillarse frente a la belleza y no, la necesidad de comparar, opinar. Ya lo decía Nietszche, “la madurez humana es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugábamos de niños” y esa es la gracia del fútbol, que es juego, tiene reglas, se entra y se sale, como sucede en todo juego. La guerra es otra cosa, no es juego, no hay sentido lúdico.


La excelsa tradición del fútbol argentino es la historia de grandes jugadores. Repito esta última palabra, jugadores, que juegan, corren detrás de una pelota intentando que esa pelota toque una red, que es una y no la otra. El juego es serio, porque es juego, ya lo decía Nietszche, pero no es solemne, no es cosa importante, es juego nomás. Es juego y también es sueño, porque Lionel Messi y yo en algo nos parecemos, los dos a los seis o siete años soñamos con hacer un gol en la final de un mundial. Ese sueño, con perdón a los catadores de las buenas costumbres –de los otros-, algo le debe a ese otro artista de la pelota que se llamaba Diego y sus amigos le decían Pelusa.


Claro, también hay algo muy distinto entre Lionel Messi y yo, la pierna izquierda, la derecha, el cuerpo todo, y también la mente. Se necesitan mentes corajudas para mantener tantos años despiertos el genio, el poder y la magia. Y no es que mi propia mente no sea corajuda, nomás un poco más dispersa. Pero aún si estuviera todo el día dale que dale a la pelotita, si pusiera el foco ahí, si entrenara cuál si fuera un atleta de alto rendimiento, con el máximo esfuerzo, así y todo, hay algo otro, que algunos decimos poesía, otros magia, eso que es el Tao que no puede ser expresado, eso que hace que el peso de un kilo de Lionel Messi sea distinto que el peso de todos los otros seres que alguna vez intentamos jugarle a la pelota, que no se mancha, nunca.


Porque, además de que el juego es juego, magia, también es relato. Hay quien dice que el mundial está recién empezando, que bueno, sí, estuvieron los hechos, eso que vimos, pero el relato, esa necesidad humana de contarnos historias, recién empieza. Y si un guionista se proponía escribir una historia como la que vimos, probablemente lo hubiésemos considerado un exagerado, poco verosímil. Alguna vez el escritor mexicano Juan Villoro respondió en una entrevista que “lo más importante del fútbol es que no es un deporte. Es una congregación de una serie de ilusiones y esperanzas que se delegan en 11 jugadores”.


Ilusiones, esperanzas, y ya están ahí acechando los urgidos por sacar tajada del asunto, por extraer moralejas que, dicho sea de paso, las moralejas son moralidades y el fútbol es otra cosa, dinámica de lo impensado, juego de once contra once corriendo atrás de una pelota. Y si estoy ahora aquí, escribiendo, es porque yo también fui un niño corriéndole al balón. Y tuve el mismo sueño que Lionel, Enzo, Julián. Y lloré mucho el domingo de la final del mundo, quise ir a abrazar al niño aquel que yo fui. Y recordé todas esas veces en que no supe jugar, que me quedé a un costado, no supe vibrar en alegrías. Y además vi el modo en que se abrazaron estos hermosos jugadores, ese gigante entrenador de fútbol, su equipo de trabajo. Y vi las lágrimas de Lionel Scaloni, de Pablo Aimar, que tienen mi misma edad. Y por un rato soñé que todos esos abrazos, esta alegría grande, tienen la fuerza del huracán, que arrasa con todo, que atraviesa y sana la larga historia de la enfermedad humana. Soñar, soñar, y seguir flotando entre preguntas… ¿Lionel Messi ha modificado el desierto? ¿Cuál es la distancia entre lo mínimo y lo enorme?


Ya lo dijo el maestro Jorge Luis, en lo mínimo está el todo, y en lo grande los pequeños detalles. Somos campeones del mundo y se han alegrado los desiertos.


Andrés Lewin

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