top of page

Héctor el bicicletero



Héctor el bicicletero vende las bicis más hermosas de todo el pueblo. Héctor el bicicletero repara las bicis lindas, feas, y las fabulosas también. Héctor el bicicletero a veces se queja, que hay poco trabajo, que la gente ahora anda en motoneta, pero con el precio de la nafta van a volver a la bici, eso sí. Héctor el bicicletero dice que las bicis de ahora no son como las de antes. Sí, hubo avances, por ejemplo en los frenos, son más livianas, pero no duran nada.

En la bicicletería de Hector hay un cartel con la frase de Albert Einstein, “la vida es como andar en bicicleta: para mantener el equilibrio, tienes que continuar en movimiento”. Albert era un niño muy curioso, y distraído también. De grande una vez dijo que “hay dos formas de vivir la vida: como si nada fuera un milagro y como si todo lo fuera”, pero de niño hablaba poco, nomás lo que hacía día tras día era andar en bicicleta. Empezó con una bici pequeña, rodado doce. Después pasó directamente a la rodado veinte, que le duró varios años hasta que se hizo grande y tuvo la rodado veintiséis.

Héctor el bicicletero también fue un niño muy curioso, y distraído también. Nunca se quejaba, aprendió a quejarse recién a los veintiséis años, cuando tuvo su primer bici, la rodado veintiséis. Es increíble, pero de niño no tuvo bicicleta, porque vivía en un pueblo de montaña donde todos los caminos eran de tierra, y muy empinados, y no daba como para andar en bici. Sí andaba a caballo, a veces. Otras veces nomás caminaba, y cada tanto se perdía, porque era muy distraído. A los veintiséis años, cerca del pueblo donde vivía, empezaron a llegar máquinas para romper una montaña y sacar oro de las piedras. Otras máquinas empezaron a hacer unos pozos en la tierra para desviar un río, porque para sacarle el oro a las montañas, se necesita mucha mucha agua. El papá de Héctor le decía que todo era un delirio, que el pueblo se iba a quedar sin agua y ya no se iba a poder vivir ahí, que el agua vale más que el oro, no es tan difícil de entender.

Cuando finalmente en el pueblo no quedó ni una gota de agua, Héctor, muy triste, se fue a vivir al llano, y como el pueblo nuevo era un pueblo de dieciséis cuadras de largo y ocho de ancho, y él vivía en la punta sur y la panadería quedaba en la punta norte, para hacer más rápido se compró una bicicleta. Descubrió un mundo, recuperó la sonrisa. Empezó a andar un montón en bicicleta, a veces se perdía -porque era distraído-, pero siempre que se subía a la bici se alegraba.

Un día, de tan distraído que era, se cayó al piso y en la caída se le dobló toda la rueda de adelante de la bici. Como era curioso, se propuso aprender a arreglarla él sólo. Se divirtió tanto con la reparación, que se dijo que a partir de ese momento, eso era lo que iba a hacer día tras día, arreglar bicicletas. Agarró unas maderas que tenía en la casa, y escribió con marcador azul “SOY HECTOR, ARREGLO BICICLETAS”. Con el cartel listo, se fue hasta la vereda de la panadería, puso el cartel de madera agarrado del volante de la bici, y se sentó al lado a esperar. Pasaron quince minutos y una señora se acercó con la bicicleta de su hijo para que Héctor se la arregle. A la hora, un nene que se había caído de la bici yendo a jugar a la pelota, también se acercó a Héctor para que le arregle el volante que había quedado torcido. Empezó a trabajar mucho Héctor, y ya al año alquiló un local que estaba vacío al lado de la panadería y abrió la primer bicicletería en la historia del pueblo.

Héctor el bicicletero la primera vez que se quejó fue en el año que tuvo su primera bicicleta, pero no por la bici, sino porque se sentía muy triste después de irse de la montaña. En el pueblo nuevo, a veces se quejaba, pero enseguida pensaba en bicicletas, sonreía y se olvidaba de las quejas.

Héctor era un hombre solitario, quería conocer una mujer, criar un hijo, pero no sabía cómo hacerlo. Pasó muchos años en el pueblo nuevo, nomás acompañado por bicicletas y su perro Jacinto. También le gustaba mucho pedalear hasta el río, le hacía acordar a sus tiempos en la montaña.

Esa tarde se sentó en una piedra frente al río para tomar unos mates. Se le acercó un sapo que empezó a hablarle, le dijo algo alrededor de los milagros. Pero hablaba raro el sapo, mucho no se le entendía. “Hay dos formas de vivir la vida: como si nada fuera un milagro y como si todo lo fuera”, recordó Héctor que esa era la frase que más le gustaba con la palabra “milagro”. Agarró la bici y empezó el camino de vuelta al pueblo nuevo, que era a cuatro kilómetros del río. En el kilómetro dos se tropezó con una piedra y cayó al piso, con la justa casualidad que una mujer que venía atrás pedaleando, paró y lo ayudó a levantarse. Gracias, le dijo Héctor. De nada, le respondió la mujer. ¿Cómo te llamas?, Milagros, le respondió de nuevo la mujer. ¡Milagros! ¡Milagros!, la vida es un milagro, empezó a gritar Héctor, el bicicletero, el que vende las bicis más hermosas de todo el pueblo.

¿Hoy quien prepara la cena?, pregunta Milagros, mirá que Alberto ya está dejando la teta y come cada vez más. Yo la preparo, le responde Héctor, el bicicletero, vos sabés que me encanta cocinar, aunque nunca, pero nunca, comeremos perdices. Porque yo siento que hay dos formas de observar a las perdices, los que las miran para comerlas, y los que las vemos nomás por el puro mirar, que es casi casi tan lindo como arreglar bicicletas. Andrés Lewin


Tags:

Libros
Otras entradas
Buscar por categorias
Seguir
  • Facebook Classic
  • Google Classic
Web amigas
bottom of page