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Recuérdame siempre con ternura...



... que es lo que ha olvidado el mundo, le escribía en una carta Haroldo Conti a su hija Alejandra. Así son las palabras, a veces son carta, a veces se dicen, o incluso hay veces que viajan de mente en mente sólo con el pensamiento. Cómo ayer, cuando María me dijo: yo creo que la clave es la ternura, es tan lindo ver a dos que se abrazan. Y yo estaba justo por contarle que venía caminando y pensando en la palabra ternura, en todo lo que contiene. Hay palabras con mejor fama, claro. Y además ninguna palabra lo contiene todo absolutamente todo, y si hay que dar consejos para el buen vivir, quizás el nombre de aquel disco de Julio Sosa, el varón del tango, sea una equilibrada síntesis del asunto, “reciedumbre y ternura”. Incluso para los varones, hablar de ternura, parecería ser que es algo que tenemos que hacer pidiendo permiso, como justificándonos, bajando la guardia de nuestra social reciedumbre, como cuando Ernesto Guevara dice “hay que endurecerse sin perder jamás la ternura”, como si lo que nos es dado es la dureza y en el camino tenemos que pegarnos un post-it que nos diga, ey, no te olvides de la ternura. Creo, más bien, que la ternura no es un medio, una cosa más, sino un fin en sí mismo, por más que en el camino necesitemos de cierta reciedumbre para poder sobrevivir en esta jungla o, incluso, de cierta lucha para que deje de haber lucha. Ya lo cantaba La Mississippi, “uno bebe con amigos / y se olvida de que hay gente mala”. Hay palabras con mejor fama, pero la fama son quince minutos y La Virginia es el té que, dicho sea de paso, en muchos países es una infusión que funciona como medio para que la ternura se exprese. Por estos lados quizás sea el mate la bebida que mejor funciona como medio para que la ternura sea, y la poesía esa otra forma excelsa de recordarnos, de pegarnos el post-it, como cuando Raymond Carver escribe que en realidad es la ternura la que me interesa. / Ése es el don que me conmueve, / que me sostiene, esta mañana, igual que todas las mañanas. Porque despertarse en la mañana abrazado con otra, otro, otru, según las ganas de cada quien o cada cual, ¿acaso no es ese el fin del encuentro íntimo entre dos seres humanos? Está el viejo dicho aquel de que no importa tanto con quien te acuestas, sino con quien te levantas, y si es con un mate compartido y unas tostadas con manteca que desparraman miguitas por la casa, que además las miguitas pueden ser también de esas que cantaba Alberto Cortez, las miguitas de ternura, bueno, hay algo ahí… miguitas de ternura / yo necesito / si te sobra un poquito / dámelo a mí / En las noches del mundo / camina una muchacha / con todos los pecados / sobre la piel / Si te para y te pide / encenderle un cigarro / pregúntale ¿que busca? / y te dirá / miguitas de ternura / yo necesito / si te sobra un poquito / dámelo a mí. Miguitas de ternura, las que todos necesitamos, algunas con un hambre más intenso, otros con los sentidos adormecidos, pero la necesidad, que no es deseo, la tenemos. Porque el deseo, eso tan sobreestimulado en los tiempos que vivimos, es algo que algunos psicólogos casi que han contrapuesto a la noción de ternura. Es cierto que, el deseo pide ciertas dosis de agresividad, fuego, que si no las cosas no ocurren pero, ya lo dijo Oscar Wilde, “en el arte como en el amor, la ternura es lo que da la fuerza”. Fuerza, fuerza, la fuerza suave, “lo débil y lo tierno vencen lo duro y lo fuerte”, leemos en el Tao-Te-King, leemos, leemos, porque si bien la palabra no es el mundo, la palabra sí es lo humano y, sin ternura no habría humanidad, nuestra supervivencia como especie se la debemos a la ternura, si cuando nacemos dependemos totalmente de otros, los humanos no podemos sobrevivir por nuestros propios medios. “Donde tú eres tierno, dices plural”, escribió alguna vez Roland Barthes. Otro señor al que le gusta escribir, Milan Kundera, escribió en su “arte de la novela” que “la ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía. (…) la ternura es un intento de crear un ámbito artificial en el que pueda tener validez el compromiso de comportarnos con nuestro prójimo como si fuera un niño”. Es decir, la ternura es palabra, acción, compromiso, un arte de vivir, un modo de estar en el mundo, una forma posible de no entramparse en la enfermedad que, dicho sea de paso, el síntoma más relevante de la larga historia de la enfermedad humana, quizás sea nuestra incapacidad de equilibrar nuestras energías masculinas y femeninas, que todos tenemos, sin distinción de género. La lucha tiene mejor prensa en nuestra historia que el abrazo, porque la historia la hemos escrito los varones, que tenemos más fuerza física y entonces, a los golpes, hemos creado este estúpido modo de relacionarnos que suele nombrarse como patriarcado, aunque una mano puede servir para empuñar un arma y también, claro, para abrazar, acariciar. Mientras escribo este texto, oh casualidad –las palabras que viajan de una mente hacia la otra-, una amiga muy querida me cuenta que su hija Esperanza, de siete años, fue a jugar a la casa de un amiguito y la madre del niño, a la hora de la comida, la observa inquieta a Esperanza y le pregunta si quiere abrazar a su amigo, a lo que Esperanza le dice que sí, y así la niña se calma y comen de la mano uno del otro, una mano con la mano del amigo, la otra mano con el tenedor y mi amiga querida que me dice cuanta ternura, cuanta ternura y yo que la escucho y pienso en esa madre, adulta, que observa, se compromete con la ternura, tiene la fuerza suave de quien sabe que lo tierno vence a lo duro. En Sudáfrica, en el lenguaje zulú, hay una palabra muy hermosa, “Ubuntu”, que significa algo así como “una persona es una persona a través de los demás”. Somos en tanto hay otros, y como somos muchos, los humanos hemos creado lenguajes, formas de comunicarnos entre nosotros. “Las palabras llevan a las acciones, preparan el alma, la alistan y la mueven a la ternura” escribió alguna vez Santa Teresa, que no es ni Roland, ni Oscar, ni Alberto, ni tampoco Raymond aunque, también, es todos ellos, partes del hilado grande. Somos a través de los demás, lenguaje, palabras, ternura que, como dice el diccionario, significa “cualidad de las cosas que emocionan dulcemente”. Las palabras, el hilado grande y la ternura que sostiene, esta mañana, igual que todas las mañanas.


Andrés Lewin



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