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Que no se mancha, nunca




“La madurez humana es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugábamos de niños”

"Yo sólo podría creer en un dios que supiera bailar”

Friedrich Nietzsche



Mundo, mundo, tonto mundo humano, ¿qué es lo ha sido este señor para nosotros, las demás personas que no nos llamamos Diego Armando Maradona? ¿ha sido acaso una manifestación de lo divino?


Un bardo, Diego, fuiste un bardo. Hiciste cualquiera quichicientas veces. Humano, horrible, hermoso. Creo que escuché por primera vez la palabra cocaína por vos, Diego. Sí, claro, una mierda esta humanidad que somos que te fue a buscar ahí, que se regodeó con verte derrapar en aquel departamento de la calle Franklin, primero los periodistas y después la policía, o al revés, o lo mismo, personas humanas estupidizadas frente a tu presencia. Dios creó al humano a su imagen y semejanza, dice el libro. Cuantas ganas de tu imagen, tu semejanza, esa noche y tantas otras noches, tantos otros días, aquí y allá y por todos los lados.


Dios, o sea la naturaleza, decía Spinoza. Dios es la naturaleza, la naturaleza es dios -Spinoza, que no es Espinoza la calle esa de La Paternal-. Hay algo del orden de lo divino en Maradona -Diego Armando-, excelsa manifestación de la belleza natural, de lo que puede un cuerpo que baila. Artista de la hostia que, como le tocó nacer en Fiorito su arte fue el de la pelota, pero si nacía en Liverpool por ahí su arte era el de las canciones, quien sabe.


Todos, también todos somos, de algún modo, la misma manifestación de la belleza natural, solo que hay ciertos seres que les toca un brillo de una intensidad tal que, bueno, maradoniano es adjetivo y excede al Diego persona que, siempre y a cada paso, ahí fue, espejando, lo excelso y el barro más sucio también pero, quizás, la enseñanza para nosotros sea aprehender a convivir con lo divino, apreciarlo, calmarnos frente a la belleza, entender la sutil y profunda diferencia entre idolatría y religión (re-ligar, volver al origen), calmarnos frente a la belleza o molestarla –y no hablo de la estampita de los que necesitan de estampitas, usted me entiende, lector-.


¡Hasta fuiste alfajor de dulce de leche, Diego!... yo te quise un montón. A los tres años, a la pregunta sobre de que cuadro era hincha, decía Maradona. Fuiste póster en las paredes de mi infancia, compañero de los sueños y soledades del niño aquel que yo fui. Mi superhéroe, la medida de mis sueños, cuando todo era posible, como la noche aquella en que te di el pase, se la tocaste a Burru que la entretuvo, te la devolvió, eludiste a tres y me la dejaste servida en el medio del área para que haga ese golazo que, ¿tiene menos verdad acaso lo que se sueña por las noches que la factura de luz que hoy tengo que pagar por home banking?


El juego, Diego Armando Maradona vino a mostrarnos a nosotros, los que no nos llamamos Maradona –Diego Armando-, que lo que importa es el juego, que es serio, se juega de verdad y cuando se juega no hay cosa más importante. “Si nos miraba y decía tenemos que ir para allá, cerrábamos los ojos e íbamos para allá”, cuentan hoy sus compañeros campeones sobre el capitán, digno, ese que puteaba en el mundial del noventa a los que chiflaban el himno, nomás para recordarnos la significancia del juego, que no es joda, se trata de dejarlo todo en la cancha.


Ya lo sé, Diego, no pudiste aprender que no siempre es seria la cosa. Que del juego se entra y se sale y para la intensidad se necesita del aire también. Yo también, Diego, por un tiempo creí que el mundo se dividía entre los que te querían y los que dejaban escapar a las tortugas. Luego aprendí que no, que no hay víctimas ni victimarios, sino humanos que hacemos lo que podemos con las herramientas que contamos -por más que los haya los insistentes en dejar escapar a las tortugas-. Debo decirte, también, que hace bastante ya que sólo sentía compasión por tu alma triste y solitaria pero, que importa, en estos momentos necesito decirlo fuerte y que se escuche: Señoras, señores, de pie. Ha muerto Diego Armando Maradona. Gratitud. Gloria y loor. Y para vos, Pelusa, ahí vas, con don Diego y doña Tota, esa es tu pureza, si sos de ellos, de nadie más. Papá y mamá. Que descanses en paz. Con la calma que sólo pudiste al jugarle a la pelota, que no se mancha, nunca. Andrés Lewin


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